No es de los mejores que tengo, pero sí el segundo que publiqué y le tengo mucho cariño
SALUD
Eva De Gregorio
En Enero de aquél año, mi madre recibió una carta de Salud. La letra era recargada, antigua, torpe. Estaba llena de faltas de ortografía y de sintaxis, pero el contenido, al final, resultó claro. Algo traducida, era aproximadamente así:
“Querida Lolín:
Este año no sé si podréis venir como siempre a mi casa en Pascua. No es por mí, yo siempre voy a estar a disposición de la hija de mi mejor amiga, pero paso a relatarte lo ocurrido, que cambia bastante mi situación.
Tuvimos Ubaldo y yo una conversación con nuestros hijos. Fue así, Lolín, tú podrás juzgar si hicimos mal o no.
Habló él, aunque la idea fue mía, pero es el padre el que debe hablar a sus hijos de estos temas. Les dijimos que nos habíamos enterado de que si moríamos, para heredar tendrían que pagar mucho dinero al estado. Por esas cosas de hacienda y las herencias.
Los hijos, Ubaldo y Benigno, nos escuchaban atentos; realmente no tenían miedo de nada, sabían que nosotros, sus padres, siempre habíamos estado muy pendientes de su comodidad.
La idea fue poner todo en vida a su nombre, y de ese modo, el dinero que hay que pagar es mucho menos.
Lolín, fíjate, les pareció bien, y ahora la casa es suya. Pero están haciendo obras, para separarla en dos, y es por eso que os digo que no podréis venir como siempre. Me da mucha pena no veros este año.
Un saludo afectuoso a toda la familia.
Salud”
Mi madre se quedó pensativa, y luego nos dijo que sentía que Salud algo le ocultaba. Decidió que iríamos, como siempre, en Semana Santa, al único hotel del pueblo. Necesitaba que Salud supiera que no olvidaría nunca lo bien que se había portado con todos nosotros.
Salud nació, vivió y murió en un pueblo grande de La Mancha, con las tradiciones muy arraigadas. Era una mujer alta, enjuta, cincuentona cuando la conocí. Siempre llevaba el pelo, negro, recogido en un moño, pero en lugar de ser liso, hacía onditas muy pequeñas. Sus vestidos no tenían otro color que el negro desde la muerte de su madre; el caso es que en ella no parecían de luto, otro color no le hubiera sentado mejor.
Fue amiga de mi abuela, y siempre nos invitaba a su casa por Semana Santa. Cinco personas más en una casa de pueblo no son nada realmente, tenía habitaciones de sobra. La recuerdo siempre andando rápido, yendo al corral a poner la comida a sus animales: gallinas, cerdos y dos preciosos caballos para mi visión de niña de ciudad, que servían para tirar del carro con el que llevaban los barriles de vino a vender.
Sus dos sitios preferidos eran la cocina y su mecedora cerca de la chimenea del salón. La cocina era muy grande, con el horno de leña, el fogón, los olores a guisos, pestiños, magdalenas…Allí Salud se encontraba a gusto, era su dominio. En el comedor, sentada en la mecedora, le gustaba hacer ganchillo. No necesitaba mirar la labor: colchas, bufandas, tapetes, cortinas salían rápidamente de sus manos mientras la mujer charlaba con algunas amigas que solían visitarla por las tardes. Salud mantenía encendidas las estufas hasta la hora de acostarse y desde que los gallos cantaban. No permitía que sus hijos e invitados pasaran frío ni hambre. ¿Hambre? Recuerdo que salía siempre de su casa hinchada, había comida por todas partes, y dulces y bollos, todos caseros.
En la vendimia, toda la familia iba a recoger las uvas, y alguna vez que fuimos al pueblo en esa época, conseguí ver cómo las mujeres, con las faldas arremangadas pisaban uvas en enormes barreños. Dos o tres mujeres en cada barreño pisaban cantando, saltaban sobre las uvas, descalzas. Salud siempre llevaba la voz cantante de su grupo. Sus dos hijos después se encargaban de meter aquél jugo en enormes barriles en la bodega de su casa. Misterio para mis hermanos y para mí, abríamos una trampilla del suelo del patio cubierto, bajábamos por una húmeda escalera de más de treinta peldaños, y aparecíamos en un recinto circular alumbrado con una simple bombilla que colgaba del techo. Los barriles de mosto componían el círculo exterior, eran doce, cada uno como de un metro de diámetro y más de tres de altura; se accedía a ellos con una escalera que reposaba en la pared, y cada uno tenía un grifo hacia media altura. El centro de la bodega estaba vacío.
Nada más llegar a casa de Salud empezamos a ver camiones, obreros, máquinas, grúas… Aquella inmensa casa de pueblo estaba siendo totalmente reformada. El corral no existía, y en su lugar había dos pequeños jardincillos a medio hacer. Mi madre fue a llamar a la puerta, pero no estaba en su lugar. Cerca de la esquina había una, a la derecha de donde había estado la original, y nada más dar la vuelta a la calle, otra; tenían números distintos; estaban en calles diferentes, pero hasta hace bien poco, aquella esquina pertenecía toda ella a la misma casa.
Llamamos a la primera, y nos abrió la puerta la mujer de Benigno, el hijo pequeño. Se habían casado hace poco los dos hijos, el mismo día. Nos hizo pasar a un comedor pequeño, y dijo que iba a llamar a la abuela. Cuando Salud llegó, echó tal mirada a su nuera que ésta salió de la habitación. Salud se sentó en silla, no había mecedora. Empezó a hablar.
- Lolín, no sé por qué has venido. Yo no quería que nadie se preocupara por mí ni por Ubaldo. Estamos bien, de verdad. Están haciendo una casa para cada uno, y a nosotros nos han dejado una habitación en medio.
- ¡Pero Salud ¿Les das la herencia en vida, y les falta tiempo para casi echarte de tu propia casa?
- Lolín, es que ya no es mi casa. Nunca creí que esto fuera a pasar; han sido ellas, mis hijos sería incapaces…
- No sé qué decirle, Salud…Si es que las cosas deben ser de uno hasta que se muera; luego ya se heredará.
- Pero ¿es que ya no se puede confiar ni en los hijos? – La pobre mujer se llevó las manos a la cara, aguantando el llanto. Cuando se recompuso continuó. – No os preocupéis, puesto que ya nada se puede hacer. Por lo menos estamos en casa, cerca de ellos, y cada día les veremos; seremos así felices.
Mi madre la abrazó, estuvimos allí un rato, charlando. Salud se excusaba por no poder servirnos nada para merendar, la cocina no era ya de ella. Le prometimos volver, por supuesto.
Dos años después volvimos, y Salud ya no merecía tal nombre; su vestido negro esta vez era de luto, quizá por ella y su marido. Le habían quitado su actividad frenética, sus animales, incluso su mecedora para hacer ganchillo. Nos dijo que ya no le apetecía hacerlo; sus nueras no utilizaban lo que ella hacía, y sus dos nietecitas necesitaban llevar ropa de marca, no hecha por la abuela del pueblo.
Cuando murió, nos enteramos por un recordatorio que enviaba Ubaldo, su marido, con una nota triste al dorso: “Salud os quiso mucho. Gracias”.
Sensatez
Hace 2 días
Eva, es un relato muy bonito........
ResponderEliminarEspero leer más cosas tuyas.
Bienvenida
Me ha gustado mucho Eva.
ResponderEliminarPrecioso Eva, ya te lo he dicho, me encanto!!!
ResponderEliminarSe me ha puesto la carne de gallina con esta historia tan bonita, tan triste y, desgraciadamente, tan habitual...
ResponderEliminarBesos...
que bonito pon mas que me quedo con ganitas de leer mas cositas tuyas
ResponderEliminar:*
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarHola, Mapy. Pues no pongo más relatos porque los no publicados prefiero, si acaso, mandarlos a quien me los pida, pero personalmente. He de buscar otros que sí he publicado. Besos y gracias :)
ResponderEliminarPrecioso Eva, me a encantado.
ResponderEliminarEva, se me han saltado las lagrimas. Tal real como la vida misma.
ResponderEliminarEva, acabo de descibrir tu blog, me he quedado con una cara de gili, que ya ni me acuerdo desde cual llegue a este, me ha impresionado tanto la historia, que me la creo porque seguro que si no fuera verdad no la habrías puesto y porque también conozco algún caso parecido, y sí hay gente así, los padres para aprovecharnos de ellos hasta el último momento, que barbaridad.
ResponderEliminarEspero seguir leyendote durante mucho tiempo.
Un beso.